Cuando enseñaba en la isla francesa (en un colegio cuyo director general era el obispo de la isla) caí una vez en una trampa.
Se trataba en efecto de una venganza. Aunque me entendía muy bien con los alumnos (que tenían entre diez y doce años, y me llamaban “Mrs”), había cierto maestro que les resultaba muy antipático. Un día acepté cambiar la hora de mi curso por la de ese maestro impopular, sin pensar en decirlo a los muchachos. Eso resultó ser un error. Llevaba esa mañana un vestido azul, el vestido favorito de los muchachos, que nunva tardaban en dar su opinión de mis trajes. (El cumplido supremo era, “Eso, Mrs, es ´le look´”.) Pero al verme aparecer a esa hora inesperada, todos parecían muy nerviosos. Aun su “Good morning, Mrs.” sonó entrecortado. Y cuando me senté para pasar la lista, supe el porque: el fondo del asiento estaba cubierto de goma, y todo el trasero de mi vestido ahora era blanco y viscoso.
Por supuesto, al director que les interrogó, todos proclamaron su inocencia total. Nadie sabía de dónde había venido la goma. Un joven genio hipotetizó que había caído gota a gota del techo durante la noche, sin poder explicar porque había goma en el techo, ni tampoco porque sólo había goteado sobre el asiento del maestro, y en ningún otro sitio.
Por orden del director, fui a comprarme otro vestido. La vendedora levantó las cejas cuando le pedí que enviara la cuenta al obispo. El obispo levantó las cejas al ver el precio. Y los muchachos levantaron las cejas al ver el vestido nuevo (el único disponible de mi tamaño). Era verde y a cuadros, y no les cayó en gracia, porque no tenía “Le Look”, como me le dijeron sin rodeos.
Pues, sin darse cuenta que se iban de la lengua, y que hacían una revelación involuntaria, añadieron, “Nunca habríamos metido goma en el asiento, Mrs, si hubiéramos sabido que usted iba a venir a esa hora y, para colmo, que iba a llevar el vestido azul.”