Si tuviera que escribir un examen sobre la psicología me quedaría suspendida. No existen dudas sobre eso.
Tomamos, por ejemplo, el incidente de los bombones Carambar. Cuando encontré numerosas bolas rozadas de papel debajo de su cama, sospeché que mi hija metía la mano, sin permiso, en mi provisión de esas barras de caramelo, pero lo negó. Un día la tomé las manos en la masa, es decir con un Carambar entero en la boca. Y aunque los extremos de la barra le dilataban las mejillas, todavía negó los indicios. Porque creía firmemente el dicho francés, “El que roba un huevo, roba un buey,” sobrereaccioné, y le hablé de crimenes y castigos. ¡ La chica tenía cinco años, y la tomaba por Bonnie, de la pareja de Bonnie y Clyde!
El otro día mi hijo me recordó un incidente que se me había ido de la cabeza. Parece que al descubrirlo jugando con fósforos, lo llevé a ver un almacén que se había quemado recientamente. Andando a la pesca de cumplidos, le pregunté si eso le había servido de lección. Me respondió que al ver las ruinas, habia pensado, “¿Así todo eso es culpa mia? Más vale tratar de pasar inadvertido por un buen momento.”
Consternada por esa respuesta, pregunté a mi hija si la había traumatizado al tiempo de los Carambares. Me reveló que unos días después del incidente, al ver venir a casa unos agentes de la policía – sin duda para decirnos que aparcáramos el coche al otro lado de la calle – la pobre había estado segura de que iban a llevarla presa.
Como si fuera poco, otra vez quité los ojos a su elefante de felpa, para monstrarles el peligro de correr, como hacían, con unas tijeras en la mano. Después, ambos me han dicho que habían comprendido casi nada a resueltas de mi gesto. ¡Allá mis conocimientos psicológicos!
Si mis hijos se han hecho adultos razonablemente sensatos, es a pesar de su madre. ¡Ay caramba(r)! Ojalá pudiera hacen borrón y cuenta nueva, – es decir, volver a empezar.