En casa de mis vecinos, en la isla francesa, todo solía brillar, porque mi vecina nunca paraba de limpiar; siempre estaba lavando ventañas y cortinas, y fregando pisos para nada sucios. En ese momento todo resplandecía aun más que de ordinario, si fuera posible, porque era el día de la confirmación religiosa del hijo de la familia.
Ese hijo, de niño, ambicionó “ser tan alto como papá”, ambición bastante modesta dado que su padre era apodado “pequeño pedazo” por su estatura baja, que trataba en vano de compensar calzando botas de vaquero con tacones altos. Ya el hijo, a los doce años, había realizado su meta, y aun era más grande que su padre.
Mis vecinos también tenían una hija que al nacimiento pesaba tan poco que pequeño pedazo había salido : “Sin duda se me olvidó meter la dosis entera.” Ese comentario, de parte de pequeño pedazo, me asustó muchísimo, porque no contenía una sola palabrota, y hay que admitir que aunque pequeño pedazo era bueno pan y nunca contaba chistes colorados. Para ser pequeño hombre, era muy gran jurador, de capacidades rabelesianas.
Pues ese día, para volver a nuestro asunto, la familia vecina estaba en la calle, a punto de irse a la misa, tras haber sacado unas fotas del hijo en su traje de confirmación. No sé lo que había hecho el muchacho – quizás hubiera dado una patada en la tierra – pero de repente el aire se llenó de palabrotas. “Vas a ponerte sucio, pequeño coño,” gritaba pequeño pedazo, y mucho más por el estilo. Al fin la familia subió al coche, un coche reluciente, por supuesto, y salió rumbo a la iglesia, pequeño pedazo todavía blasfemando como un carretero.
No asistí a la ceremonia, pero en casa rezaba fuerte. Rezaba que pequeño pedazo no abriera la boca allá, porque dada su provisión inagotable de palabrotas y juramentos, necesitaría toneles de agua bendita para consagrar de nuevo la iglesia.