Porque detestaba ir de compras, mi hijo solía contar conmigo y con su hermana para comprale ropa, y al fin ambas estábamos hasta la coronilla de esa carga.
Me impatienté aun más cuando, dando cursos de química, dejó caer gotas de lejía sobre las solapas de una chaqueta que acababa de comprarle. Llevé la chaqueta a una costurera que recubrió las solapas con un tejido del mismo color, aunque algo lustroso. Al ver la chaqueta reparada, dudó un buen rato, pero al fin la puso y fue a la escuela, donde sus estudiantes, moriéndose de risa, le preguntaron si se tomaba por Elvis Presley o Liberace.
Al volver de la escuela, echó la chaqueta a la basura, pero ahora se le acababan las chaquetas, y pidió ayuda a su hermana.
En la isla francesa, delante del aeropuerto hay, en homenaje al bacaladero, un barco con adentro la efigie de un pescador. En las manos tiene remos, y lleva una gabardina fosforescente, con una raya en medio de cada manga. ¿Y qué tiene eso que ver con la ropa de mi hijo ?
Pues bien su hermana, en vez de una chaqueta, le envió una gabardina de una tela moderna, con una raya en medio de cada manga. “Me parece”, dijo al verla, “que a mi hermanita se le olvidó enviarme el barco y los remos.” Entonces descubrió que, al frotarla, la tela emitía chirridos agudos y continuó frotándola hacia arriba y hacia abajo hasta que tuve que taparme las orejas y pedirle clemencia.
No echó la gabardina a la basura, pero la saca del ropero sólo por días tan lluviosos que vestidos de pescador pasan desapericibidos, aun cuando están dando chirridos.
Desde aquel entonces, se encargó él mismo de comprar su ropa, sobre todo sus chaquetas. A veces sospecho que eso era el motivo oculto de su hermana. En cuanto a mí, por supuesto, actué por toda inocencia. No se vayan a pensar que yo jugaría malas pasadas a mi hijo, quien es además el transcriptor de este cuento.