El médico, un hombre muy brusco, muy gruñón, y muy en contra de las caesáreas, insistía cada vez que me examinaba que el bebé pasaría tan fácilmente como “un bulto en el correo.” La partera, al contrario, no estaba de acuerdo con él, empleando otra comparación : algo sobre los coches grandes y los garajes pequeños. Así no sabía lo que debía esperar.
Cuando llegó el día fatídico, para convencer al médico que una caesárea era obligatoria, la partera tuvo que correr detrás de él en el pasillo del hospital, agarrarlo del brazo, y decirle que el corazón del bebé latía muy rápidamente. Entre la espada y la pared, se rindió, pero de muy mala gana.
Antes de ir a la sala de operaciones, con permiso de la enfermera, fumé un cigarillo, como si me presentara delante de un pelotón de ejucución. No me vendaron los ojos, pero antes de anestesiarme me pidieron que escogiera un nombre para el crío, “por si acaso.” Eso no me tranquilizó mucho, y cuando la anestesista me dijo, “hasta luego”, no la creí y luché con todas mis fuerzas contra la horrible máscara con éter. (No estaban muy al día en ese hospital.) Resultó que el cigarillo era una muy mala idea, porque después de la operación tenía las uñas azules y tuvieron dificultades para despertarme.
Cuando vi por primera vez a mi hijo, más tarde, se parecía de verdad a un bulto, porque todavía era de costumbre en la isla envolver a los bebés en trapos. Durante un momento, me pregunté si podría devolver ese bulto al correo, porque no tenía la menor idea de cómo cuidar a un niño.
Otro problema era que tenía que ajustar cuentas con el médico testarudo, – hasta que me enteré de que la primera acción de mi hijo en la vida había sido la de orinar sobre ese médico. Me dije que era verdaderamente hijo mio, y me fui del hospital con mi bulto, porblemente teniéndolo de arriba abajo.