Cuando a mi hijo, a los trece años, se le echó un bigote ralo, le pregunté si iba a afeitárselo, “Claro que no”, respondió. “Hace años que lo espero y va a quedarse donde está”. Con el tiempo, se llegó a ser un bigote negro, tupido y sedoso. Como el cordero de Mary, en la canción infantil, le siguió o más bien le precedió, a la escuela, al liceo, y a la universidad.
Pero cuando, a pesar de su juventud, comenzó a tener canas, el bigote tambien cambió. En ver de ser sedoso, se pareciá a un cepillo áspero, y tenía color del orín. Entonces mi hija y yo comenzamos a hacer campaña en contra del bigote. En cambio, nuestra amiga familiar, Carolyn, estaba por el bigote pero, como le dije, a ella le gustan tanto los mostachos que si fuera posible, dejaría crecer un mostacho ella misma.
Hace dos años, mi hijo se afeitó el mostacho por casualidad. Es decir, cortó tan mal, con tijeras, un lado del bigote que la única solución era suprimirlo completamente. “Ahora, estás contenta ?” me preguntó. Comenzaba a sentir remordimientos pero su hermana estaba contentíssima y en cuanto a nuestra amiga Carolyn, cuando se tropezó con mi hijo en la calle, ni siquiera se dió cuenta de su carencia de mostacho.
A fines de Agosto mi hijo se preguntaba cuales serían los comentarios de sus estudiantes, pero le aseguré que pasariá inadvertida su falta de bigote, porque la gente se interesa mucho menos por nosotros que solemos creerlo. Tuve razón, o casi tuve razón. Sólo uno de sus estudiantes hizo una observación, preguntándole : “se le ha afeitado la barba, señor ?”