Antes, mi hijo era un incondiciónal de los compases de Bach, Beethoven, Brahms y compañía, y cuando tocaba el piano él mismo, siempre elegía los cajistas clásicos.
Pero, poco a poco, cobró afición a la música céltica, que iba a escuchar en bares “Irlandeses” en Toronto. Se hizo en efecto un fanático de esa música. Para tocarla, se compró una flauta y por si fuera poco, una gaita. La gata podía soportar la flauta, pero le disgustaba la gaita. Al escucharla corría fuera del cuarto de su dueño, los pelos erizados, y las patas sobre las orejas. (No era fácil para ella tal acrobacía, pero la consiguió).
Pues la semana pasada, asistió a Comhaltas Ceoltóirí Éireann, una gran conferencia sobre la cultura y la música irlandesas, y para colmo aprendío allá a tocar el silbato de estaño. ¡La flauta, la gaita, el silbato de estaño! Eso no tenía fin.
No le estoy cortando un traje, porque entre gustos no hay disputa. Sin embargo, tengo ganas de ver la reaccíon de la gata a esto nuevo instrumento, a causa de su oído tan agudo. Quizás chillará bastante fuerte para ahogar a su dueño – su dueño ahora convertido en un hombre orquestra. Todo lo que le falta ahora es ese instrumento del diablo – el acordéon – y en vez de la gata, un mono sombre el hombro.