En el aeropuerto de Halifax, donde esperábamos el avion para la isla francesa, mi hija y yo tropezamos con nuestras vecinas en la isla, dos hermanas que vivían en la casa de al lado. Una hermana era bastante grande y feurte; la otra era muy pequeña, mucho más pequeña que yo, y yo soy grande como un pañuelo. Mi hija es de mediana estatura. Verán al poco rato la importancia de nuestros tamaños.
Fuimos juntas a la cafetería del aeropuerto, y mientras comíamos y charlábamos, se sentaron en otra mesa quatro luchadores que esperaban el avión para Terranova, donde debían “luchar” en varios pueblos. Tenían los pelos largos, llevaban muchas cadenas de oro en el cuello, y, en la frente, vendas abigarradas. Eran, que digamos, tíos bien hechos.
Nuestro gruopo de mujeres, por pura casualidad, salió de la cafetería por orden decreciendo de estatura. Pasó primera la hermana más grande, entonces mi hija, pues yo, y en cabo de la cola, la hermana pequeñísima. Yo ni cuenta me he dado, pero mi hija me contó más tarde que, al vernos, los luchadores se destornillaban de risa. Si los hubiera visto, sin duda les habría dicho algo por el estilo de “It’s not the brawn that makes the brain”, – mi respuesta corriente cuando mi padre, que era altísimo, me fastidiaba por mi estatura.
No obstante, admito que debíamos hacer un raro cuadro. No es una comparación original, pero sin duda nos parecíamos a una de esas muñecas rusas que uno sigue abriendo, para descubrir cada vez, por dentro, otra muñeca aun más pequeña. (Por lo menos, esa vez, yo no era la más pequeña de todas).
Dos o tres días después, en la isla, me enteré de que un pequeño avíon se había estrellado en Terranova, con a bordo quatro luchadores de Halifax, y que no había supervivientes. Entonces estaba muy contenta de no haber dicho nada desagradable a “nuestros” luchadores, y aun más de haberles dado motivo para monderse de risa, quizás por última vez.