Sólo tenía tres años cuando nos fuimos de la finca de mis abuelos. Dada mi edad, ni siquiera conocía la locución pero sabía que mis padres me quitaban un “paraíso terrenal”.
En aquel Eden particular, gozaba de toda libertad. Vogaba por los campos, aspirando el aire perfumado a flores silvestres (y también a boñiga o “tartas de vaca”). Saludaba a los animales; bebía agua del cubo de madera cogido arriba del pozo; y recogía en el pomar mis predilectas pequeñas manzanas verdes. Cada mañana el mundo renacía, y sentía que el mundo era mío.
Pero ahora se me había venido el mundo abajo, y en el bungalow de mis padres estaba a la vez furiosa y como pez fuera del agua, pese a los esfuerzos de mi madre para mejorar mi humor. Hablando de peces, me compró un pez de colores, pero sólo había echado agua al mar (y al cuenco del pez). Estaba yo acostumbrada a la diversidad de seres aquáticos en el charco de la finca y no podía engañarme con ese pez aburrido dando vueltas monótonas en su cárcel de vidrio. A otro perro con ese huesco, – y con ese cuenco.
Entonces salío mi madre lo que debía considerar el plato de resistencia : un saco lleno de mis favoritas manzanas verdes. Apenas el saco entre mis manos, perdí los estribos y eché una lluvia de manzanas en dirrecíon a mi madre, como si fuera un juego de habilidad en un parque de atracciones, y mi madre el blanco. ¿Porqué hice eso ? Pues, porque los niños saben o intuen mucho más que lo piensan los adultos, y yo sabía que esas manzanas sólo eran un soborno, – un soborno risible.
Por otra parte, por supuesto, ya no conocía la historia de Adán y Eva (sin mencionar la versión feminista que prefiero, en la cual Adán un día pregunta, “¿ Dónde guardas las manzanas, Eva ?”. Sin embargo, fui castigada exactamente como ellos.
Perdí para siempre mi paraíso terrenal, lo que era una injusticia monumental porque, muy al contrario de Adán y Eva, había apretado los dientes, y me había negado a comer aun una pizca de las pequeñas manzanas verdes.