Por varias razones, todavía se destacan en mi memoria algunos de mis primeros alumnos adolescentes.
Me acuerdo de Bob, que a menudo estaba a dos dedos de la insolencia. Estudíabamos un cuento en el cual la tripulación de un barco de carga encontraba problema tras problema, hasta la combustión espontanéa de su provisión de carbón. Cuando un alumno me preguntó porque los marineros siempre empleaban el pronombre “SHE” para su barco, Bob masculló: “Porque, como cualquier mujer, era una molestia.”
Me acuerdo de Cecil, o Cees, un muchacho algo hipócrita. Una vez, de reojo, vi que hacía un gesto subreptico. Le dije, “Espero bien, Cees, que eso no fuera un gesto salaz”. Después de buscar en sus diccionarios (no hay mal que por bien no venga) los otros muchachos siempre lo llamaban, “Cees el salaz.” Me dije que eso bastaba como punición.
Pete era un alumno letárgico que nunca participaba en discusiones. Al fin, un día levantó la mano y le pregunté, muy alegre, “¿Que opinas, Pete?” Opinó Pete: “Tengo que ir a los servicios.”
Steven era un joven altísimo, sentado muy cerca de mi pupitre. Cuando le pide que se levantara para responder a une pregunta, me explicó tímidamente : “Pero me pareciá que si me levantara, usted no se sentiría muy confortable.” Ese incidente inspiró un poema anónimo en el periódico de la escuela :
“And then there is Steven
A highly considerate sort
He answers teachers on his knees
So they will not feel short.”
Peter era un alumno más joven, en grado nueve. Leíamos “El Mercader de Venicia” (era antes de la correción política), y el timbre soñó para señalar el fin del curso al mismísimo momento en que Shylock exigía al mercader la libra de carne apostada. Los ojos brillantes con entusiasmo, Peter declaró : “Eso es mejor que el programa Perry Mason”.
Era a causa de alumnos como Steven y Peter que decidí quedarme maestra. De verdad, tenía también una debilidad por alumnos como Bob, Cees y Pete.