Mis hijos y yo aceptamos con mucho gusto la oferta de una amiga de prestarnos por el verano su apartamento en París.
Al llegar, subimos a un taxi para ir al apartamento, que se hallaba en la calle Esquirol. Tenía miedo a prononciar mal el nombre de la calle, y con razón, porque terminé pidiendo al taxista que nos llevara a la calle “Écureuil” o “Squirrel Street.” (Sugerieron más tarde mis hijos que tal calle sería apropiada para su madre chiflada.)
Dos diás después llegó mi hermana de California. Ahora eramos cuatro, y la mayoría de los taxistas gruñian; “No tomo más de tres.” Pero un día un taxista de edad muy madura aceptó a conducirnos. Durante el trayecto, volvió la cabeza y me dijo algo sobre “la gente de nuestra edad” ¡Qué caradura! En mi opinión todavía era “a spring chicken”, o al menos, como me llamó una vez mi hija, “a spring turkey.” Me puse tan indignada que no podía abrir la boca para advertirle que estaba a punto de hacer un accidente. Y, pese al peligro, me dio mucho placer ver su mirada al darse cuenta que había faltado poco para que chocara con otro coche. ¡Pa que comprenda! pensé. Desde entonces, siempre tomamos el metro.
De regreso a la isla francesa, subí al taxi con el corazón alegre, a sabiendas de que ni siquiera tendría que prononciar el nombre de mi calle, porque los taxístas allá se orientan de otro modo, empleando los apodos de la gente.
Así el taxista no vaciló ni un momente cuando le pide que nos llevara a la casa al lado de la casa de “Pitaque” (mi cuñado), y en frente de la casa de “Pequeño pedazo” (mi vecino).
Decidí que los taxistas en París no llegan al tobillo de los taxistas en la isla.