Durante un tiempo, los problemas que podría ocasionar la llegada del año 2000 y el caos posible si los computadores se negaron a reconocer esa fecha, a mi hijo se le habían llenado la cabeza. Temía problemas en los bancos y en los aeropuertos, pero sobre todo temía lo que podría pasar si muchas personas, presa del pánico, se pusieran a acumular grandes provisiones de comestibles. No tomé en serio sus procupaciones, y aun las tomé en serio sus procupaciones, y aun las tomé de risa. Sin embargo, a causa de algo que me relató hace poco, cambié de opinión.
Atestó mi hijo dos incidentes, una noche, en la vecindad de las calles Queen y Yonge. Había, me contó, una pareja borracha que discutía sobre una regla de la etiqueta, o del decoro, o del higiene. La mujer gritaba histérica que tenía el derecho de orinar donde y cuando quería, y que no le importaba un bledo si había gente alrededor. Hasta comenzaba adaptar sus gestos a sus palabras, cuando mi hijo se fue. Me dijo que ese primer incidente lo dejó aturdido, pero no perturbado.
El segundo incidente, en cambio, le hizo un efecto muy diferente. Se había detenido para comprar una botella de agua en un quiosco de perritos calientes. Cuando preguntó el precio, el joven en el quiosco respondió : “No sé. Como quieras,” y se largó con un perrito caliente en la mano. Entonces se dio cuenta mi hijo que el joven no era el dueño del quisco, que sin duda se había ausentado algunos momentos para hacer la misma cosa que la mujer estaba al punto de hacer anteriormente en la calle. Lo que esa vez a mi hijo se le puso los pelos de punta era que, dentro de dos o tres segundos, el quisco estaba rodeado de gente que se echó a desvalisarlo. Lo horripiló especialmente que ese desenfreno surgió con tal rapidez.
Al parecer, han resuelto la mayoría de los problemas prognosticados para el año 2000. No obstante, comprendo ahora que lo que habría podido suceder no era cosa de risa. Lo comprendo a cause de un quisco de perritos calientes.