Durante una estancia en Paris, en un apartamento « todo confort », mi hermana y yo decidimos dedicar un día a hacer compras, comenzando por supuesto con las roparías.
En la boutique de la señora Eglantine, trabé amistad con la muy sympática dependiente, la señorita Sandrine, que debía casarse dentro de poco. Así cuando me mostró un traje negro y rojo, sentí que tenía el derecho de decirle, de broma, “En mi opinión negro y rojo es bastante banal.” Demasiado tarde me di cuenta que la señora Eglantine llevaba una falda negra y una blusa roja. Por suerte no escuchó mi comentario sin miramientos, aunque la señorita Sandrine se rio de todo corazón de mi metadura de pata.
Después de almorzar fuimos a visitar las tiendas de los antiquarios del Louvre. Allí no tiré ninguna plancha, porque los precios astronómicos me enmudecieron. Tuve que contentarme con adquirir, para la colección de mi hijo, unas viejas tarjetas postales enviadas desde las islas francesas.
Por la tarde, como estábamos cayendo rendidas, compramos en una pequeña tienda ravioles de fabricación casera, con salsa de tomate, y preparamos una cena deliciosa, sin cansarnos más de la cuenta.
· · · · ·
Tres años más tarde, regresé a París, al mismo apartamento, esa vez con mi hijo, y decidí buscar la tienda en la cual habiámos comprado los ravioles. Como no tengo mucho sentido de la dirección, me asombró que lograra encontrarla. Me asombró aun más que el tendero me reconociera, pero me dije que debía ser una persona muy observadora, con la memoria de un elefante.
De la tienda donde había adquirido las tarjetas postales, volvimos las manos vacías porque el tendero dijo a mi hijo, “Vendi las últimas disponibles a esta dama quien es, lo supongo, su madre”. Esa vez me quedé estupefacta.
Cuando fui a la tienda de la señora Eglantine, ella también me reconoció y me dio una triste noticia : la señorita Sandrine se había divorciado. Esa noticia me afligió, pero no bastante para impedirme observar que la señora llevaba una falda roja y un pullover negro.
Tambíen observé que mi hijo ahora me miraba burlón; sin duda se preguntaba de qué manera se había portado su madre para llamar la atención de esas tres personas. Dado que no tengo señales distintas, tal un bigote o un ojo de cíclope, tampoco sabía la razón, pero me hizo preguntarme si llevaba dos vidas paralelas, una en Toronto, y la otra en París. En efecto, al reflexionar, eso me gustaría muchísimo.