De jovencito, mi hijo, para probar el cociente intelectual de sus dos gatos machos, solía hacer un experimento “cientifîco”. Metía un plato con su comida en el suelo, detrás de una hoya de vidrio apoyada contra una silla de cocina. Los gatos venían corriendo, y daban con la cabeza en el vidrio. A pesar de ver las estrellas, siempre tragaban la trampa. Cesó mi hijo ese experimento cuando le hice un día una observación desfavorable sobre su propio cociente intelectual.
Prefiero calcular la inteligencia de mi gata según su vocabulario. Admito que la mayoría de las palabras que reconoce tienen que ver con la comida, tales “cheesie”, “hungry”, y “treat”, pero también es una gata bilingüe, que se acuesta cuando le digo “dodo”. Aunque le encanta una oferta de “tummy-rub”, la palabra que más la emociona es “comb-comb”, porque es una gata muy coqueta. Para ella, las apariencias son muy importantes, y nunca se dejaría ver en público sin estar la más elegante que pueda.
De verdad, mi gata es algo presumida, y cuando se da damasiado tono tengo que recordarle que tiene cadaveres en el armario. Por ejemplo, su madre (biológica) trabajaba en un bar en la isla francesa, como cazadora de ratones, además era un poco fácil, porque aceptaba con mucho gusto las caricias de los pescadores extranjeros que frequentaban ese bar. También a veces le recuerdo, con gran vergüenza suya, que su nombre, Poopsy, resuelta de unos acidentes desconcertados cuando era gatita. Como dije, hay que bajarle los humos de vez en cuando.
Dicen que, con el tiempo, los animales de compañía y sus dueños llegan a ser parecidas. Bueno, mi gata es pequeña como su dueña, y ambas tenemos el pelo multicolor. No obstante, creo que mi vocabulario es un poco más extenso que el suyo. En cuanto a nuestro carácter, reconozco que hay mucho parecido, pero sin duda ya habían llegado a la misma conclusión.