Poco después de establecerme en la isla francesa, hacía muy a menudo un sueño con un tema que se repetía. En ese sueño, trataba de penetrar en unos grandes edificios, pero por más me esforzaba no podía localizar una entrada. ¿Y qué eran aquellos edificios? Me da vergüenza admitir que eran almacenes.
Por supuesto, había tiendas en la isla, pero no tenían un gran surtido de artículos. Por lo general uno tomaba, pagaba, y se iba. No había razones para permanecer por indecisión, como me encantaba hacer.
Pues, se mudaron mis padres a la isla cercana, Cabo Breton; ahora podía ir a verlos y al mismo tiempo aprovecharme de los almacenes. Pero, una vez el billete pagado, estaba sin blanca. La solución al problema era ir al enorme almacén Woolco, donde vendían todo menos la abuela. Allá procedía así : empujaba mi carro, llenandolo poco a poco, de un extremo a otro del almacén. Pues volvía a atravesar el almacén en sentido contrario, devolviendo casi cada cosa a su lugar. En caso de que alguien me mirara, hacía muecas, como si la mercancía ahora no me gustara. De esa manera, podía pasar una tarde entera, sin gastar más de diez o veinte dólares.
Si les parece que eso era un esfuerzo inútil, siento tener que disentir. En Woolco, me divertía muchísimo y tambíen aprendía lecciones; por ejemplo que enseñar a leer a un niño muy joven puede perjudicar a sus propios inventores. Aprendí eso cuando, al pedir a mi hijo que fuera a buscarme algo al otro lado de Woolco, me mostró el letrero sobre el carro : “Do not leave child unattended.”
Otra lección – qué todo es relativo – la aprendí a causa de una mujer mayor que no había logrado encontrar en Woolco una pieza de recambio para su mantequera. Por eso, estaba de muy mal humor, y refunfuñaba : “Pero les aseguro que en este almacén no hay nada de nada.”