Ahora los historiadores admiten que el famoso cuento sobre George Washington (“No puedo mentir. Soy Yo que corté el cerezo”.) es un mito. Eso no me asusta porque nunca creí esa historia. Es la naturaleza humana tratar de justificar sus acciones. Además a nadie le gusta perder prestigio.
Un ejemplo es la historia verdadera del agricultor, miembro de un culto en el oeste de Canadá, que fue acusado de un crimen repulsivo, un crimen de abuso sexual. Aun él quería salvar las apariencias y explicó al juez que su crimen ocurrió a causa de una promoción reciente que le había subido a la cabeza. ¿Su éxito de prestigio ? Acababa de ser designado jefe de la cochinera en la finca communal. Para mí es un caso claro de lo que se llama “El olor dulce del éxito.”
Una semana atrás vi en la televisión un documental sobre el síndrome de la mano ajena. Un paciente con ese síndrome no puede controlar los movimientos de una de sus manos, por lo general la mano izquierda. La mano no logra recibir los mensajes del cerebro y hace su santa voluntad. A veces hace algo malo, aun cuando su posesor está en completo desacuerdo.
Creo que si George Washington estuviera en vida hoy en día y cogido con las manos en la masa, mantendría que padecía ese síndrome y, para salvar el rostro, echaría la culpa a su mano ajena.