Como es costumbre, hay en la puerta de mi apartamiento una mirilla que sirve a asegurarse de quién llama a la puerta. Pero, debido a mi estatura baja, no podía ver por la mirilla, aun cuando me ponía de puntillas.
A decir verdad, la mirilla no era un artículo de primera necesidad dado que no es frecuente que llaman a mi puerta. Además, me siento tan en seguridad en mi edificio que muy a menudo ni siquiera echo la llave a la puerta. Sin embargo, a veces hay gente charlando en el pasillo delante del apartamiento y me gustaría saber quién es por pura curiosidad.
Pues, un día excepcional, alguien llamó a la puerta, justamente un hombre que quería venderme una mirilla “nueva y mejorada.” Quedé en comprarla con tal de que, en vez de reemplazar la mirilla actual, me montara la nueva a mi alcanze, lo que hizo en un abrir y cerrar los ojos (un modismo que me parece bastante apropiado, dadas las circunstancias.)
De regreso del trabajo, se asombró mi hijo al ver en la puerta un hueco más, y de broma me preguntó si el más bajo era para uso de la gata. Eso me picó en el amor propio, pero pienso en reírme la última, – pienso, en efecto, al instalar otra mirilla. Y no es que soy loca de atar, porque tengo dos buenos motivos.
Primero, según los decoradores, los objetos son mucho más estéticos cuando son expuestos en grupos impares, por ejemplo tres o cinco, y no dos o cuatro.
Segundo, la última mirilla (o tengamos esperanza que sea la última) estará, con razón, para la gata, porque los gatos son muy curiosos, y para mí ella también tiene derecho a saber quién está delante de la puerta. Y aun si solamente ve sus zapátos, podrá, como Sherlock Holmes, deducir por ellos muchas cosas, siendo una gata muy lista.
En cuanto a ese cómico, mi hijo, – quien ríe el último, ríe mejor.