Cuando me fui de la isla francesa, tuve que dejar atrás mis muebles, y al poner casa aquí, era necesario comprar de una vez mobilario nuevo, incluído dos sofás, una butaca y una mesa de comedor.
Al principio, eran muy bonitas los sofás, pero dentro de poco el estampo del tejido se puso a irse desvaneciendo, como el fantasma en Hamlet debe hacer al alba. Sé que existe el estilo “shabby chic”, pero mis sofás llegaron a ser demasiado “shabby” y para nada “chic”. Además, como no tengo mucha idea de las dimensiones, la butaca resultó ser demesurada, así como la mesa de comedor. También sentí no haber comprado una butaca rayada, pero al poco rato mi gata solucionó ese descuido, proviendo con sus garras las rayas ausentes. Sólo la mesa dió buen resultado, aunque apenas cupo en el comedor.
Durante mucho tiempo, no me atreví comprar nada de mueblaje, pero recientamente decidí que me faltaba una lámpara de mesa. En la tienda me fijé en una de cristal, y cuando el dependiente me felicitó por mi buen gusto, no lo desengañé. Al contrario, puse cara de decoradora experta y le pregunté si la lámpara era indicada por todo decorado. Entonces el dependiente se dejó llevar por el entusiasmo, y declaró : “Esta lámpara, señora, hará juego con cualquier decorado. No es una lámpara agresiva, y nunca afrontará”.
Me parecían bastante belicosos esos términos para describir una lámpara de mesa, hasta que me recordé que una vez mi cuñado se había caído en el suelo, de la cama, al soñar que estaba peleándose con la lámpara de mesa en su cuarto de dormir. ¿Y si no era un sueño? Eso daba qué pensar, y por eso vacilé.
Al cabo, compré la lámpara y por primera vez en mi vida no me arrepiento de una decisión mobilaria. No me mintió el dependiente; de verdad, es una lámpara pacifista. Jamás busca tres pies al gato. Se lleva bien con los otros muebles, y lo que es más, da mucha luz.