La iglesia estaba hasta los topes, mucha gente llegando temprano para asistir a la misa del gallo sin quedarse de pie. Así entre las once y media y las doce de la noche, un cura escuchaba unas confesiones tardías, mientras la gente se adormitaba, hecha soñolienta por el calor de tantos cuerpos y por los vestidos de invierno. Sin duda, algunos soñaban con la cena que comerían poco después. Que consistería en chacinas, mariscos, pavo relleno con castañas y de postre, el bizcocho en forma de leño que se come en Nochebuena, – o sea, una comida ligera.
Para las personas que no estaban en la iglesia, la estación local de televisión solía transmitir el oficio en directo, y por la tarde habían puesto altavoces en varios sitios por la iglesia.
Ya dije, la mayoría de la gente daba cabezadas, y no se oía ni un vuelo de mosca. Pero de repente las personas en los bancos traseros se irguieron al oír una voz de mujer, una voz que parecía proveer del confesional. Como un técnico poco atento había olvidado cortar un altavoz cogido en la pared no muy lejos del confesionario, esas personas escuchaban de grado o por fuerza.
Se quejaba la mujer al cura de las atenciones amatorias de su marido, demasiado frequentes a su parecer. La respuesta del cura, “Pero señora, sólo hay que volverle las espaldas,” no dejó callada la mujer, y la gente, que ahora estaba todo oídos, se río entre dientes cuando ella protestó vivamente: “No me diga eso padre. Asi es como él prefiere.” En ese momento, afortunadamente o desafortunadamente, según su modo de pensar, cortaron el altavoz.
Ahora, más que jamás, la gente en los bancos traseros tenía prisa por salir de la iglesia, no sólo para gozar de la cena esperada, pero tambíen para poder reírse a pierna suelta, y chismear sobre ese rompimiento del secreto de confesión, que muy pronto llegó a ser la comidilla del pueblo.
Me sorprendería si no fuera aun más difícil encontrar sitio en la iglesia el próximo día de Nochebuena, sobre todo en los bancos traseros.